MATÍAS ÁVALOS
Política Negativa

Desde octubre, la grieta que dividía a las personas en el país se agrandó resquebrajando la pintura con que, de manera precaria y provisoria, la habían querido tapar. En esa fractura se pudieron ver los colores de sus capas.

La primera capa fue roja, por la sangre de las muertes, las torturas y las violaciones con las que implantaron el modelo económico, y con las que trataron de defenderlo durante octubre y noviembre. La segunda capa fue amarilla, porque amarillos fueron quienes durante treinta años colaboraron para que esto, que estalló en octubre, se convirtiera en normalidad; y lo defendieron con la misma estrategia durante octubre y noviembre, hablando de nihilismo adolescente, y de sufrir insomnio.

Pero mi objetivo no es hablar sobre las relaciones de los intelectuales noeslaformistas con el poder mediático, sino proponer que donde ellos vieron nihilismo había negatividad. Y que esa negatividad nos puede servir cuando las balas enemigas piquen cerca, porque nuestros amigos y colegas se disparan a los pies al bailar la música que le tocan los patrones.

Para abordar —o hacerle algo— a un régimen a la altura de Dios, muchos intelectuales a lo largo de la historia han optado por la vía negativa. En una entrevista reciente, un lúcido Claudio Bertoni dice:

«Yo hallo que la única entrada posible a Dios es la teología negativa».

¿Cómo así?» —pregunta el entrevistador, y el poeta responde:

«El Dionisio Areopagita, por ejemplo, para hacerte sentir lo que es Dios, hace una lista de todo lo que Dios no es: Dios no es bonito, ni feo, ni guatón, ni alto, ni hediondo, ni buena persona, ni conchesumadre, ni es un genio, ni es un asesino… Entonces ahí tú vas cachando. Y hay un teólogo luterano, Tersteegen, que dice ´Dios es lo absolutamente ininteligible`. Lo mismo que dice Lao Tsé en el Tao: el verdadero Tao no se puede nombrar. Ese es un conocimiento como visceral que yo tengo de la realidad: no tenemos el aparato para cachar de qué se trata realmente».

En una época sin fe, pero con regímenes igual de totales como la nuestra, propongo apropiarse de esa teología de la que habla Bertoni y pensar en términos de una política negativa.

En un ensayo llamado La vida de derecha, la filósofa argentina Silvia Schwarzböck, echa luz sobre una novela fundamental de la posdictadura: En otro orden de cosas (2001), de Fogwill. El protagonista es un ex militante de izquierda que decide alejarse de la organización cuando la derrota le parece «tan nítida». Ese personaje se mete a trabajar en una constructora, donde no deja de ascender hasta convertirse en un intelectual corporativo.

Hay un hito en la novela en el que se detiene Schwarzbock, y es el que más me sirvió para leer a estos intelectuales que menciono al principio, así como los riesgos de tomarlos como modelo:

«En 1979, los accionistas europeos envían al directorio argentino, con carácter confidencial, la carpeta española, un informe sobre los nuevos desafíos para la creatividad estratégica».

Al protagonista le sorprende la similitud con el lenguaje de los documentos que leía en su organización: el lenguaje de los curas. Recuerda a un jesuita, que los instruía en la lectura de los documentos que mandaban los jefes de la organización. Luego de escuchar los análisis de cada integrante, el jesuita les decía en qué radicaban sus errores de lectura. Pero al mes siguiente, cuando los documentos cambiaban de dirección, lo que antes había sido un error se convertía en el camino a seguir. Aunque algunos consideren al jesuita un mentiroso, y abandonen la organización, él lo considera un profesional: «El jesuita, después de escuchar a los jefes, actúa como un cuadro, no como un librepensador», dice Silvia Schwarzbock, después de leer a Fogwill concluye que, en la vida neoliberal que se viene: «La verdad es una propiedad de pertenencia a la corporación y no una cuestión de opiniones individuales».

Esto, que parece muy alejado de nuestro medio por su modestia en términos económicos, no lo es tanto en términos éticos. ¿No es acaso ese ascenso el que tienen los editores que mencioné al principio? ¿No es, además, la carrera que siguen varios editores más jóvenes, que primero manejan a fondo la jerga de la cuneta, pero luego se enamoran del copyright y migran hacia puestos más sólidos y mejor remunerados, en las editoriales de esas máquinas de endeudar que son las universidades? ¿No se convierten, además, en modelos a seguir por los escritores más jóvenes, que los entrevistan y reseñan, tirándoles cuantas flores estén a su alcance, con la esperanza de ser editados por ellos en el futuro?

Entre tanta buena onda, el intelectual se ha vuelto un orgánico de la corporación que es el país, reduciendo la incorrección política a decir cosas de derecha, en vez de decir cosas indecibles.

También está el vicio de que, a medida que ese ascenso ocurre, las personas intervienen en más espacios ligados al financiamiento. ¿Por qué? porque en la carrera de ascenso en la que nos puso el sistema, editores, gestores culturales, periodistas y escritores, también son jurados de fondos concursables.

En el plano jurídico, el problema es la desregulación. El Estado neoliberal es una máquina de desregular prácticas económicas y de regular prácticas vitales. Como individuos, las herramientas para modificar eso son reducidas, aunque pronto haya una oportunidad valiosa. Pero en el plano cultural existe y es más vieja que la rueda: la crítica.

La critica no solo entendida como una práctica escritural, sino como una relación con nuestro medio, porque también él es algo gestado dentro de ese régimen de treinta años, que la mayoría salió a tirar durante esos meses históricos. Por lo mismo, la mejor lectura que podemos hacerle es negativa, es en contra. Y con esto no me refiero a la infantilizada noción de tratar «mal» autores o libros, a fuerza de adjetivarlos como quien afirma su personaje de malo mediante el bullying. Leer contra el medio es también acción. Es comentar y ensayar atendiendo a las escrituras y las relaciones entre ellas, no de sus vectores. Es traducir y publicar apenas los libros que consideramos fundamentales (y poco más). Y las cantidades son más simbólicas que numéricas, cada quién verá su capacidad productiva. Me refiero sobre todo a no publicar mucho para cortar muchos pedacitos de financiamiento, sino volver a lo suficiente.

Fabián Casas entrevistó a Elvira Hernández en el año 95. En un momento, Casas pregunta sobre qué se estaba produciendo en el contexto de dictatorial. Elvira enumera algunas cosas, pero me quedo con esto:

«También apareció una poesía de denuncia, se cultivó una poesía social y se pensó que el deber del poeta era estar en los sindicatos y las barricadas. Pero ese era nuestro deber ciudadano, como poetas teníamos que pensar qué teníamos que hacer, pero eso se elidió».

Esa división que Elvira hace entre el deber como poeta y el deber ciudadano me parece fundamental. Y tenemos la posibilidad, quienes formamos parte del medio literario, que ese derecho ciudadano esté ligado también a las prácticas del medio literario. Estar atento a los ascensos, escuchar críticamente los discursos de los profesionales corporativos, pensar contra, es tan necesario como salir a la calle cuando sea otra vez el momento de salir.

Como notaron, la cita termina con el pretérito perfecto del verbo «elidir», que es un fenómeno lingüístico consistente en suprimir un término que se da por entendido. Es lo que pasa cuando yo digo «Fabián escribe en Buenos Aires y Elvira en Santiago» con el segundo «escribe». No sé si es un error de transcripción de Fabián Casas, si Elvira en verdad dijo que el poeta eludió esa tarea. En cualquier caso, la crítica a la que me refiero trabaja para no elidir, en la escritura, todas las dimensiones que la atraviesan.