MATÍAS ÁVALOS

SER JURADO


No hay juicio justo, sino criterios. Éstos fueron los que usé para juzgar en el Premio Mejores Obras Literarias en la categoría Investigación y Humanidades.



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Lo que recibe un jurado en cualquiera de las categorías de obra publicada del premio, son cajas americanas de archivo con los libros que postularon. En mi caso, dos cajas con cincuenta y un libros que salieron durante el 2024 y que tienen que ser devueltas una vez terminado el trabajo.

Para cualquier lector, esta es una oportunidad muy bella para disfrutar de una pequeña biblioteca inmediata, específica y temporalmente acotada, algo no tan habitual. Salvo que quien lea esto disponga de una cuenta sin límites (de que las hay, las hay) la mayoría de los lectores en este país chusmeamos librerías con una pena que atenúa la alegría que nos producen esos lugares (uno de los favoritos en el mundo) cuando aceptamos que no vamos a poder llevarnos todos, que probablemente no vamos a poder llevar más de dos, lo que nos hace casi siempre discriminar, optando por nombres o temas o títulos de los que tenemos alguna referencia anterior.

Una vez pasada esa alegría inicial de tocarlos, reconocerlos y asombrarme de los tipos y extensiones de sus nombres, los temas que abordaban, pero también de pensar sus colores, la materialidad, sus texturas y la elección más o menos afortunada de tipografías y tamaños (en esto me puse editor, pensando en qué había hecho mal yo mismo en el pasado y qué podría hacer mejor) digo que una vez que terminé esta aproximación de Felicidad Clandestina, empecé a pensar cómo trabajarlos.


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Lo más correcto a la hora de poner libros a competir entre sí es juzgarlos por su propia naturaleza, atendiendo a las expectativas que esa naturaleza hace posible.

Esto me llevó a dividir entre algunas subcategorías los cincuenta y un libros, entre las que resaltan las investigaciones periodísticas, los perfiles, los ensayos filosóficos del área de pensamiento, artes visuales, literatura, además de los ensayos de corte político y los de corte histórico, ya sea por analizar un período o una figura.

Una vez que tuve estas categorías más o menos definidas, empecé la lectura uno a uno, atendiendo una serie de aspectos que tuve en cuenta:

Como preocupación de primer orden me fijé en la caridad y el estilo: ¿Estaba bien escrito, era original en ese sentido, era propositivo, facilitaba la lectura sin perder la profundidad esperable en un premio como éste? ¿lograba, gracias a esta dimensión, contundencia?

Unido a esto, puse dos dimensiones más: la primera fue la coherencia interna, es decir, si existía un argumento bien desarrollado y justificado, que además se mantuviera a lo largo del libro volviéndose cada vez más claro e importante. La segunda fue el impacto emocional o ético. ¿Este libro moviliza como para que un grupo más amplio de lectores pueda no solo “comprender” sino también “experimentar” su objeto de estudio?

Luego agregué algo que es crucial en un premio, y que también dejé como criterio: la relevancia y pertinencia

¿Es este libro pertinente y relevante y constituye un aporte a su objeto de estudio? Es decir, ¿El tema que aborda es significativo? Y si lo es, ¿Genera una lectura distinta a las que ya existen?

Finalmente me permití preguntarle a cada libro cuál era su alcance interdisciplinario o público. De qué manera podían tocar, alcanzar e incluso servir a alguien más que un grupo reducido de investigadores de su tema.

Por supuesto, no de todos los libros esperé ni exigí todos esos puntos.

En algunos el aporte es bajo, pero el estilo, el alcance público y el impacto ético lo convertían en premiable; en otros, por el contrario, era el aporte lo que le permitía resaltar aun teniendo algunas deficiencias de estilo, producto de las condiciones de producción de la mayoría de estas investigaciones, que es la del rigor científico.

Sin embargo, quería leer estos criterios para que puedan entender, primero, que mis elegidos fueron, desde mi perspectiva, los mejores compitiendo con libros de su propia categoría, y segundo, que en cada caso cumplen con al menos tres puntos de los seis en los que pensé cada vez que leí uno libro: aporte original, claridad y estilo, alcance público o interdisciplinario, impacto ético o emocional y, finalmente, coherencia y consistencia interna.



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Lo que pasa una vez que cada integrante de un jurado elige a sus favoritos es lo que pasa en cualquier intercambio entre seres humanos: hay que ponerse de acuerdo.

Dudo que el ganador de este o cualquier otro premio sea siempre el favorito de todos los jurados. No hay una obra de arte inobjetable. Lo que hay son relaciones. En mi caso, relaciones entre un lector y unas obras. Un lector que tiene preferencias, afinidades, intereses, una biografía, una formación personal. No conozco a ninguno de los autores ni editores de los libros que elegí como favoritos basado en los criterios que comenté, así que las relaciones que menciono no les alcanzan.

Personalmente, estoy en contra de la fobia que hay a tener un vínculo lateral con un libro premiado. Especialmente cuando se trata de un premio a la calidad de un libro y no a trayectorias, que son premios más políticos que literarios.

Y estoy en contra porque como lector puedo defender la calidad de un libro bueno. Si alguien está en desacuerdo, ojalá lo tomemos para revivir la vieja y fructífera costumbre del debate, la discusión, el pensamiento en voz alta y por escrito.

Por lo mismo, prefiero recomendarles mis seis elegidos, en orden de preferencia. Ya que cada uno de ellos merece tener la mayor cantidad de lectores posibles. Mis elegidos fueron seis:

La niña Ámbar, de Ivone Toro. Dijo Confucio, de Adán Méndez. Rímel y Gel, de Cristián Opazo. Otras escrituras, de Megumi Andrade. Innovaciones Curriculares en la educación media, de Juan Cristóbal García-Huidobro y La invención geográfica de Chile (Una historia de cómo olvidamos el país de las cuencas) de Andrés Núñez, Enrique Aliste y Federico Arenas.



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La niña Ámbar,
de Ivone Toro.

Esta investigación periodística escrita magistralmente conmueve, indigna y emociona desde la primera hasta la última página. Convirtiendo lo que hubiese quedado como una noticia de crónica roja en una crítica documentada, contundente y a la vez clara y consistente al Estado chileno.
La exhaustividad de la investigación es ejemplar, lo que además genera una coherencia y una consistencia que hacen olvidar que estamos ante un libro de casi 300 páginas, ya que capítulo a capítulo no hace más que contribuir a una comprensión más profunda del desastre transversal de las infancias vulnerables, comúnmente pensado como puntual o extraordinario.
Esta ética de trabajo produjo alcances públicos que tuvieron consecuencias concretas y palpables en la realidad, como el descubrimiento de otro crimen que llevó al asesino de Ámbar para siempre a la cárcel.
 


Dijo Confucio,
de Adán Méndez.

Hay dos tipos de intelectuales que trabajan con clásicos. Los que los usan porque son clásicos y los que demuestran porqué lo son.
Lo que hace Adán Méndez en Dijo Confucio es convertir en atemporal un pensador antiguo de modo que sus ideas se vuelvan tan cotidianas, tan prácticas, tan vitales y útiles, poniendo a nuestro favor la bibliografía erudita que lo que hacía era más bien alejarnos de este filósofo particularmente difícil para los lectores occidentales.
Una de sus grandes virtudes es cómo lo hace.
Méndez tiene un humor, una destreza sintáctica y una sensibilidad poética que utiliza sin jamás abandonar el rigor ni la posibilidad de usar ejemplos concretos (chilenos, sería mejor decir) para que experimentemos y no solo entendamos las ideas de Confucio. 



Rímel y gel,
de Cristián Opazo.


Estilísticamente es de los mejores. Enhebra con gracia la investigación con la crónica, la entrevista y el archivo, no como elementos decorativos sino como géneros que vienen al auxilio de un tipo de texto (la investigación en humanidades) que puede estar limitado por exigencias formales de las instituciones que lo financian y hacia la cual se dirigen.



Otras escrituras,
de Megumi Andrade.

El libro se puede leer como una nueva pieza de ese grupo oxigenante y generoso llamado La oficina de la nada. Digamos que es original, aunque se sume a los libros que sacaron Labragna y Cussen merodeando el mismo tema.
Andrade, me parece, es la menos literaria del grupo, la que con su libro va más hacia las artes visuales, en una investigación multidisciplinaria que no pierde nunca la claridad, la coherencia y la consistencia.
Los ejemplos elegidos son tan relevantes como pertinentes y pueden significar para el ámbito literario local, una perspectiva innovadora de abordaje de sus obras, no tanto por imitación como por la inspiración que produce la mezcla feliz entre objetos de estudio bien elegidos y una investigadora creativa, seria, contundente.



Innovaciones Curriculares en la educación media,
de Juan Cristóbal García-Huidobro

Si bien su nicho es extremadamente delimitado (el diseño curricular) y su objeto de estudio extremadamente acotado (3 colegios) sintetiza de manera abrumadora, clara y contundente lo ya dicho del campo, posicionándose como una crítica a esta dimensión de la educación chilena que tiene alcances transversales (me refiero a la educación media)  y a la vez proponiendo perspectivas novedosas para resolver problemas que podrían tener beneficios para otros aspectos de la realidad del país muy problemáticos, como la desigualdad estructural.
Me parece que es un libro que pueden usar y disfrutar profesores, investigadores, historiadores y personas en general, interesadas en la formación del presente de cara al futuro.



La invención geográfica de Chile (Una historia de cómo olvidamos el país de las cuencas),
de Andrés Nuñez, Enrique Aliste y Federico Arenas.


La escritura coral está muy pulida.
Aunque no alcance una gran calidad estilística, la propuesta de estos tres autores es sin duda una perspectiva valiosa para poner en crisis la idea topológica que tenemos de Chile, cuyo alcance nos permite entender su arbitrariedad organizacional y sus consecuencias políticas. 
La idea de un Chile horizontal, de un país de las cuencas, insertada en las imaginaciones de chilenos desde jóvenes, podría contribuir a una comprensión más solidaria y equitativa del país.